lunes, septiembre 26, 2005

El tesoro de mi isla

Ayer fue un día un poco odioso, aproveche el fin de semana en Santiago para ordenar un poco la vida. De rehacer los sueños que diseñe alguna vez y de repensar las proyecciones que hice para mi vida. En síntesis fue uno de esos fines de semana que los cursis llaman de reflexión. Vi un poco de tele, más que nada cable por que la caca de los canales chilenos me tiene un poco chato. Vi también un poco de noticias y como siempre algo de fútbol. Entre toda la basura que anda en el aire, un tema me dejó un poco pensando, y no por su profundidad o por el espacio que entregue para su discusión. Si no, por lo extravagante que resulta ser. Una maquina robot inventada curiosamente en Chile detecto supuestamente el famoso tesoro enterrado en la Isla de Juan Fernández, mítico y hermanastro cercano (por su carácter romantico-aventurero) al de Guayacan en Coquimbo. Este tesoro habría sido enterrado hace algunos años en la isla por algun capitán que quiso engañar a la corona haciendo creer que éste se había perdido en un naufragio en el mar.
Un tema un poco surrealista especial para portada de diario farandulero, especial para llenar espacios de esos solo llenados por noticias del corazón y de curiosidades made in chile. Un tema que condimenta un poco nuestra actualidad noticiosa con algo de surrealismo macondiano, pero que a la vez nos sitúa a algunos (la minoría pienso ególatramente) en nuestras fantasías de niños y establece un puente frágil entre la realidad (seca y absurda en ocasiones) con la mitología y lo que parece irreal.
Uno siempre piensa que estas son historias de abuelos sentados a la orilla de un mate, de alcaldes facinerosos afanados en difundir su pueblucho lejano o de libros de hojas amarillas de dudosa verosimilitud. En realidad estas historias pertenecen a un mitológico situado en nuestro inconciente. Como ese Diego Portales encontrado en la Catedral o esa historia robinhuniana de Los Pincheira y, quien sabe, muchas más.
Es por eso que me detengo un poco en el tema, por que me hace escapar un poco de la realidad monótona, aterrizada y “atrofia cerebros”, y me lleva hasta esas fantasías de cabro, cuando soñar era mas posible y cercano, por lo demás.

Mientras medio chile anda pensando, para quien queda el dinero, yo solo quiero que sea realidad, creo que ese sería el verdadero tesoro: que la realidad sea interrumpida por un mito, que lo que siempre fue visto como un cuentito pase a ser una realidad.
Abre espacios para soñar, para creer que existirán otros oportunidades para que lo creíble presente una rasgadura y nos muestre un poco de surrealismo.
Por lo pronto solo sigo descubriendo mi propio tesoro, que trato de que siga siendo secreto y que por supuesto no quiero compartir con nadie…

miércoles, septiembre 07, 2005

Vitacora de fin de semana (la camara viajera)


Las carreteras del norte en esta época maquillan su desértico amarillo con un verde mentiroso, son tranquilizantemente vacías y no te dejan de mostrar una sensación desesperante de infinito, si estás cerca de la costa además una viento refresca el calor desértico en tu propia cara. Para mí estas rutas, ausentes de personajes y objetos, son como una hoja en blanco donde tu imaginación puede garabatear cualquier pensamiento melancólico. Si viajas alguna vez por estos naranjos caminos recuerda acomodarte bien en el asiento del respectivo bicho que te transporte, abre las cortinas, y pierde tu mirada en este espectacular contorneo de cerros desfilando frente a ti.
Viajo con relativa frecuencia al norte, es mi cable a tierra, un desahogo a la vida encajonada de Santiago, es sacar la cabeza al aire fresco y respirar fuerte y profundo.
El fin de semana pasado viaje en bus, de día, como hace harto tiempo no lo hacía. La cago, todo bien, el paisaje espectacular, el sol se acordó de salir, se subió la vieja con los dulces de la ligua, el abuelo sentado en la calle larga del pueblo a la salida de la carretera seguía afuera del negocio de abarrotes mirándome con sus ojos de curiosidad campesina, el agua corría en un hilo delgado al fondo de la quebrada y yo, observando como si fuera la primera vez que pasara por esos lugares, pegaba mi mirada en la ventana.
La gente, el olor a leña quemándose, el ruido del viento moviendo los árboles, las casas de adobes son parte de una realidad rehecha por algún autor macondiano. Con letreros que aún dicen emporio, botica o talabartería; con gente que aún pone su cabeza a resguardo de un ancho y circular sombrero de paja, con calles que exhiben un silencio solo roto por unas espuelas golpeándose contra las ancas de un caballo; con hombres vistiendo de huaso para la juerga; con esas cantinas de mesas con mantel de hule, gordas mujeres asistiendo a idos comensales y desgastados charrasqueados contando historias de amores perdidos sonando de fondo. Cada cierto tiempo se ven bajar de los villorrios hacia el pueblo las gentes con leña apilada, sacos de maíz, kilos de frutas, bolsitas de aliños, cueros de animales muertos por ellos mismos y cuanta cosa le entregue la tierra (no siempre generosa por estos secos lugares).
Gente de morena tez, con ropas de décadas pasadas, con piel curtida de sol, y manos ásperas de trabajo, traen en sus mallas historia de cordillera, ganado y cosecha. Gente de esa que agacha la cabeza al caminar, mujeres que a pasos cortitos mueven las varices de sus piernas, mineros retirados con carrasperas indefinidas, gente que tiene el placer de conocer la vida que nosotros estamos perdiendo, que le toco domar el destino con la sabiduría de la tierra, que aprovecha el día de sol a sol y que recibió como herencia el legado de nuestros antepasados indígena en su piel, rasgos y forma de vida.

El norte para mí es esta conjunción de historias y personajes, es una cordillera que está al alcance de la mano, un sol que cae insistente y es un flashback de un pasado siempre agradable de recordar. Mi vida en realidad es mucho viaje (y ojala con mi cámara al lado), es quizás lo que mejor hago, mi verdadera profesión, la vocación trunca, la carrera que me entrego la universidad de la vida, y de la cual por cierto, me he graduado con honores.