Solo el golpeteo inconstante y antojadizo de la persiana en el marco de la ventana me recuerda de alguna forma que debo salir del último sueño y decidirme a atravesar, de una vez, y dejando de lado la inercia, los millones de kilómetros que alejan mi cama de la ducha.
Los amaneceres de marzo se burlan de mí con sus imprudentes rayos de sol, se hacen presentes invasivos pero comprensivos de mi estado de letargo. Son una metáfora acertada de los propios amaneceres de mi vida, esos que aparecen de vez en cuando revitalizantes, a terminar la agonía de épocas de sombra. Que asoman a la vuelta de agitadas esquinas, cuando la esperanza está encarcelada en nuestro propio pesimismo.
Este marzo me trae días sin horas y horas sin minutos, me trajo tiempo sin tiempo, me trajo sueños ausentes y llantos sin lágrimas, como quemando los restos de otra vida ya difunta y abriendo la puerta pesada a un camino desconocido para darle una oportunidad a la sonrisa que a veces reprimo, escuchar con paciencia aquel sueño ignorado, alimentar con un poco de amor ese sexo huérfano o quizás darme el animo para revivir aquella planta seca en la esquina asoleada de mi balcón.
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